Abstract
El traductor institucional es un soñador, como todo mortal. Sueña que en su universo, poblado de documentos originales que ha de trasvasar a su lengua, cada palabra brilla con la luz del sentido un\'ıvoco y está respaldada por un autor siempre en disposición de proporcionarle la información necesaria para despejar toda duda respecto al contenido del texto. Las palabras de su traducción, a su vez, le permiten comunicarse, mediante invisibles v\'ınculos, con los especialistas en la materia de la que trata el texto y con los destinatarios de este, que le confirman o le permiten rectificar el uso que ha hecho de ellas. Cuando nuestro traductor despierta, asomado a la ventana en blanco de la pantalla de su ordenador, toma conciencia de su realidad y con frecuencia se da de bruces con ella. Es cierto que algunos traductores institucionales s\'ı alcanzan a ver realizado su sueño, siquiera sea fugaz o parcialmente. Hay casos en los que el traductor cuenta con el privilegio de poder solventar sus dudas con el autor del texto y de obtener el refrendo o las observaciones de sus usuarios más cualificados o de los expertos del sector correspondiente, pero, por desdicha, no es esa la norma
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