Abstract
Hace algún tiempo me lancé a leer por enésima vez la monumental novela Doktor Faustus de Thomas Mann. Ten\'ıa a mano una edición cubana, publicada por la editorial Arte y Literatura, en traducción del para m\'ı desconocido Eugenio Xammar. A medida que avanzaba en la lectura y me introduc\'ıa en la vida del protagonista, el músico Adrián Leverkühn, mi ojo cr\'ıtico de traductor —hasta donde puede ser cr\'ıtico el ojo de un traductor en ciernes— me dec\'ıa: “He aqu\'ı una traducción respetuosa, digna, de una obra compleja y ambiciosa en extremo.” Pero no fue hasta la página 336 del segundo y último tomo, apenas siete páginas antes de concluir la lectura, cuando me topé con una frase que me hizo sentir un inmenso orgullo por esta profesión nuestra, a veces tan mal valorada y estigmatizada desde y para siempre con eso de traduttore, traditore. Aquella breve frase me obligó a recapitular mi hasta entonces moderado entusiasmo por la labor de Xammar, incrementando mi admiración por su trabajo.
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